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De qué sirven los Tribunales Ambientales
Se ha insinuado por algunos, que el bajo número de causas que ha debido conocer el Tribunal Ambiental de Santiago —único en funciones— se debe fundamentalmente a la inclinación de los litigantes y sus representados por utilizar la vía ordinaria, específicamente a través del recurso de protección, en los casos de problemáticas ambientales que puedan significar la vulneración de la garantía constitucional de vivir en un medio ambiente libre de contaminación.
Lo anterior, podría materializar algunos de los temores planteados durante la tramitación de la ley 20.600 que creó los tribunales ambientales, respecto a que éstos podrían ver reducido su ámbito de competencia al interior del nuevo andamiaje institucional ambiental y consolidar en los hechos, el nuevo modelo contencioso administrativo en la esfera judicial.
En el marco de dicha preocupación, algunos sostienen que para contribuir a fortalecer el nuevo diseño normativo especializado, expresado funcionalmente a través de la Superintendencia de Medio Ambiente y los tribunales ambientales, sería necesario trasladar a una ley la regulación del recurso de protección, cuya reglas de tramitación se encuentran actualmente contenidas en un Auto Acordado de la Corte Suprema del 24 de junio de 1992.
La discusión recobra interés a partir de una nueva paralización de un proyecto de inversión, esta vez del proyecto minero Pascua Lama por parte de la Corte de Apelaciones de Copiapó y que vuelve a instalar la inquietud respecto al perfeccionamiento regulatorio que es posible otorgarle a la integralidad del sistema de evaluación de impacto ambiental y sus mecanismos de control, de manera de revestir al sistema en su conjunto de mayores grados de certidumbre. Previo a la dictación de dicho Auto Acordado, se discutió si la Corte Suprema podía modificar, en el ejercicio de las facultades económicas que le concede el Código Orgánico de Tribunales, el Auto Acordado dictado por ésta en 1977 que originalmente regulaba esta materia.
Quienes señalaban que no estaba dentro del ámbito de dicha clase de facultades —cuyo propósito es lograr una adecuada y eficiente administración de justicia— anotaban que el Auto Acordado de 1977, fue dictado por la Corte Suprema por expreso mandato del constituyente, específicamente del contenido en el inciso 2 del artículo 2 del Acta Constitucional Nº 3, que instruía expresamente a la Corte Suprema “dictar un Auto Acordado que regule la tramitación de este recurso”.
Argumentaban que dicho mandato, al provenir directamente del poder constituyente, dota al Auto Acordado de la misma fuerza que a una ley, considerando su especial forma de generación y precluyendo por tanto, una vez aprobado, la competencia de la misma Corte Suprema para alterarlo o modificarlo en el futuro.
No obstante, la discusión fue resuelta por la misma Corte Suprema en 1992, la cual, invocando precisamente sus facultades económicas, fundamentó el reemplazo del Auto Acordado de 1977, sobre la base de la “conveniencia de modificar el procedimiento actual del recurso de protección, con el propósito de obtener una mayor expedición en su tramitación y despacho final, como, asimismo para conferir a los agraviados mayor amplitud y facilidad para la defensa de las garantías constitucionales que les fueren conculcadas ilegal o arbitrariamente”.
La discusión recobra interés a partir de una nueva paralización de un proyecto de inversión, esta vez del proyecto minero Pascua Lama por parte de la Corte de Apelaciones de Copiapó y que vuelve a instalar la inquietud respecto al perfeccionamiento regulatorio que es posible otorgarle a la integralidad del sistema de evaluación de impacto ambiental y sus mecanismos de control, de manera de revestir al sistema en su conjunto de mayores grados de certidumbre, resguardando en dicho esfuerzo, la competencia técnica de los servicios técnicos que participan y que limitadamente se encuentran en la esfera de pronunciamientos judiciales.
A la fecha, nadie parece animarse decididamente a realizar modificaciones al recurso de protección y ciertamente no será la Corte Suprema la que dé el primer paso. En esto se advierten dos razones; primero, porque cualquier innovación que se pretenda realizar a la regulación actual del recurso de protección, que tenga un propósito distinto a su perfeccionamiento como acción cautelar de determinadas garantías constitucionales, necesariamente importará un efecto no buscado, cual es, la limitación de las mismas. Aún cuando lo que se pretenda, sea adecuar su tramitación específicamente al nuevo estatuto ambiental especializado. Otra razón para no persistir, está en el modesto espacio que la ley 20.600 dejó a las Cortes de Apelaciones para conocer del fondo de los procedimientos que dicha ley establece y por tanto, no resulta prudente continuar restringiéndolo.
En consecuencia, si se quiere dotar al sistema de mayores niveles de certeza, no parece aconsejable otras modificaciones legales en la materia, sino más bien reconocer, el avance de los tribunales superiores de justicia en la protección de la garantía del artículo 19 nº 8 y el necesario desafío que dicho progreso implica, en orden a contribuir a delimitar mediante su jurisprudencia, lo que en opinión de aquellos debiese ser materia de los tribunales ambientales.
Jorge Andrés Cash, Abogado, Magíster en Derecho Ambiental. Universidad de Chile.
Fuente:www.elmostrador.cl