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Viaje al cementerio de Ballenas de la Patagonia

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Después de la alarma mundial que el año pasado generó el descubrimiento de más de 300 ballenas muertas en las costas de Aysén, “Sábado” se embarcó en una expedición de científicos, policías de la PDI y personal del Sernapesca hacia la zona, famosa por su mal tiempo y oleaje infernal.

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La idea del grupo era conseguir las pruebas definitivas para descifrar las causas de un desastre ecológico nunca antes visto y que, de continuar, podría significar el fin de toda una especie.

Después de 10 horas de navegación desde Puerto Chacabuco (Región de Aysén), un agudo campanilleo despertó a los pocos que -pasada la medianoche- podían dormir a bordo del patrullero Micalvi, de la Armada. Con olas de más de cuatro metros que chocaban contra el casco y que estremecían los fierros desde la proa hasta la popa, la mayoría de la tripulación estaba despierta a esa hora debido a los mareos y al ruido de los platos que se rompían en la cocina.

Con el buque meciéndose como el barco pirata de un parque de diversiones, los científicos que compartían un camarote oscuro y estrecho solo entendieron la palabra “emergencia” que salía desde un altoparlante; justo antes de ver a un par de marinos partir disparados hacia la sala de máquinas. A medio camino del destino final, los investigadores permanecieron en silencio hasta que la misma voz informó que la emergencia había sido superada, y que la navegación continuaba como estaba previsto.

Desde antes de zarpar, los científicos sabían que el cruce del golfo de Penas -un “infierno de olas”, en las historias de Francisco Coloane- sería turbulento: parte del precio que debían pagar para tratar de averiguar por qué, en uno de los rincones más remotos y salvajes de la Región de Aysén, cientos de ejemplares de la especie Balaenoptera borealis -más conocida como ballena sei- murieron entre marzo y abril del año pasado.

Ballena a la vista

Después de 16 horas de navegación, en un viaje de más de 400 kilómetros desde Puerto Chacabuco, al amanecer del viernes 12 de febrero pasado el Micalvi -buque de 42 metros de largo, construido en 1992, con una tripulación de 30 marinos que patrullan la zona- dejó atrás el golfo de Penas y se internó en el apacible estero Slight. En el puente del buque, el comandante Carlos Alfaro chequeaba los radares y el resto de los controles mientras daba las instrucciones finales para recalar en Puerto Slight: una bahía mansa rodeada de cerros cubiertos por un bosque húmedo y siempre verde.

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La misión de 20 días tenía como objetivo principal el mantenimiento de faros y otras señales marítimas. Pero, al mismo tiempo, la primera etapa del viaje -cinco días asignados al cambio de personal y reabastecimiento del faro Raper- serviría para que un equipo compuesto por funcionarios del Servicio Nacional de Pesca y Acuicultura (Sernapesca), policías de la Brigada de Delitos Contra el Medio Ambiente de la PDI (Bidema) y científicos, estudiara en terreno el epicentro de la mortandad de ballenas más numerosa de la que se tenga registro en todo el mundo: 337 ejemplares identificados en diferentes expediciones, marítimas y aéreas, realizadas el primer semestre de 2015.

Uno a uno, los integrantes del grupo aparecieron en la cámara de marinos y cabos: un comedor con dos mesas largas, hervidores de agua, una tostadora de pan y un televisor encendido desde la mañana con videos de reggaeton y películas por las noches. El primero en llegar a desayunar fue Mauricio Ulloa, jefe de la Unidad de Rescate Animal del Sernapesca y líder de la misión científica. “El objetivo principal de la misión es tomar muestras de los esqueletos para determinar si se trata solo de una especie de ballena, pero también queremos saber de qué murieron, qué edad tenían cuando murieron, si se trata de familias”, me dijo Ulloa antes de reconocer que lo que más le preocupaba -desde hacía ya varios días-, era que nos encontráramos con ballenas muertas recientemente, pues eso significaría que el desastre puede repetirse este año.

No habían pasado más de cinco minutos cuando la voz del comandante Alfaro apareció en el altoparlante y anunció la pesadilla de Ulloa: una ballena yacía sobre la playa de piedras de Puerto Slight. Desde la cubierta, a poco más de un kilómetro de distancia y con la niebla aún baja, el cuerpo rosáceo parecía tener al menos unos 10 metros de largo. Con los binoculares era fácil distinguir una docena de pájaros negros sobre el cadáver.

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La tercera pasajera

Cazadas comercialmente hasta 1982, año en que la actividad fue prohibida por los países que formaban parte de la Comisión Ballenera Internacional, se estima que hoy quedan entre 15 y 20.000 ballenas sei: menos del 10% de las que había a inicios del siglo XX. De características y hábitos aún misteriosos para la ciencia, en Chile empezó a conocerse más sobre esta especie -cetáceos de hasta 18 metros y 30 toneladas, de dorso gris oscuro y barbas en vez de dientes, capaces de nadar a 50 kilómetros por hora- cuando un grupo del centro de estudios científicos Huinay encontró, a mediados de abril pasado, una veintena de ballenas muertas en el estero Slight.

Apenas regresaron de la expedición -liderada por la bióloga Vreni Hâussermann-, a comienzos de mayo informaron del hecho al Sernapesca, organismo que interpuso una denuncia en la Fiscalía de Puerto de Aysén. El caso lo asumió el fiscal Pedro Poblete, quien instruyó una investigación a cargo del subcomisario de la Bidema Francisco Cuevas. En ese contexto, el 25 de mayo un grupo de especialistas de las universidades Austral, de Chile y Santo Tomás, del Instituto Nacional Antártico (INACh), de distintas ONG ecologistas y del Sernapesca zarparon desde Puerto Montt (Región de Los Lagos) en un buque de la Armada para comprobar la dimensión e investigar las causas del sorpresivo desastre ecológico. Al día siguiente, el subcomisario Cuevas subió a la nave en Puerto Chacabuco junto a un par de policías a su cargo. Además de la tripulación de la Armada, eran casi 30 civiles los que la mañana del miércoles 27 de mayo vieron una postal apocalíptica: cadáveres en distintas etapas de descomposición -desde carcasas blanquecinas a medio deshacer hasta huesos desarticulados- sobre la playa de Caleta Buena, un puerto natural ubicado en la entrada del estero Slight.

Luego de llegar a la playa en zódiacs, lo primero que los investigadores comprobaron fue que ningún cuerpo presentaba señales de intervención humana, como heridas de arpones o choques con barcos de gran tonelaje. Tampoco encontraron restos de petróleo o de otros productos químicos en las muestras de agua, por lo que también descartaron esas hipótesis. Más tarde se realizaron necropsias a los dos cuerpos -de los 37 identificados- mejor conservados. En el procedimiento se tomaron muestras de músculos y de huesos blandos del tímpano para descartar cargas de presión provocadas por sonares o explosiones.

“Se descartaron causas antrópicas y eso nos dio la idea de que podría tratarse de algo en el alimento”, recuerda David Cassis, doctor en biología marina e integrante del Centro de Investigación para el Cambio Climático de la Universidad Santo Tomás, quien detectó toxinas con tests rápidos que aplicó en el buque a muestras de contenido estomacal. Experto en marea roja, Cassis de inmediato pensó que la causa de muerte más probable era la ingesta de algas microscópicas contaminadas. “Pero eso no fue ni es concluyente”, dice, “porque no sabemos cuánta concentración de toxinas hace falta para matar a uno de estos cetáceos”.

Desde Punta Arenas (Región de Magallanes), donde tiene su oficina en el INACh, Anelio Aguayo, el biólogo marino y experto en la materia más respetado en Chile, explica que es importante diferenciar varamiento de mortandad: “En el varamiento llegan los ejemplares de cetáceos a morir a las costas; en la mortandad, los ejemplares mueren en el agua y son arrastrados por las corrientes hacia la playa”.

Los trabajos en terreno continuaron al día siguiente y el 29 de mayo el barco emprendió su regreso a Puerto Montt. Las muestras recopiladas fueron enviadas al Instituto de Ciencias Marinas y Limnológicas de la Universidad Austral, donde el 10 de junio la mayoría de los científicos que participó en la expedición se reunió para determinar cómo y dónde se realizarían los análisis de las muestras recolectadas. La idea era entregarle cuanto antes una serie de informes a la PDI y a la Fiscalía de Aysén para avanzar con la investigación.

Al descartar que la mortandad estuviera relacionada con la acción humana, en septiembre el fiscal Poblete pidió al tribunal el sobreseimiento definitivo de la causa.

La historia parecía haber llegado a su fin, pero a mediados de noviembre pasado se supo que tres investigadoras -Vreni Hâussermann, de Huinay; Carolina Simon Gutstein, del Consejo de Monumentos Nacionales; y su ayudante Fanny Horwitz; todas del mismo grupo que hizo la primera denuncia- sobrevolaron las costas del golfo de Penas entre el 23 y 24 de junio y, por las ventanillas de la avioneta pilotada por un experto en la zona, observaron más de doscientas ballenas muertas recientemente.

La mayoría de los restos yacía en el seno Newman: una entrada de mar ubicada a solo 25 kilómetros del estero Slight.

Después del análisis de más de 10.000 fotografías en alta resolución y tres horas de video, las investigadoras determinaron que se trataba de 337 esqueletos y cuerpos en distintos grados de descomposición. Sin embargo, no denunciaron el hallazgo a las autoridades porque, según dijeron, el dinero para el sobrevuelo lo consiguieron de la National Geographic: institución que les entregó los recursos a cambio del embargo de la información.

El descubrimiento se hizo público recién cuando la argentina Fanny Horwitz, de 25 años, alumna del máster en ciencias biológicas de la Universidad de Chile, envió una denuncia por mortandad masiva de ballenas a la página web del Sernapesca. Era el 19 de noviembre. Al día siguiente, la National Geographic dio a conocer el hallazgo en su sitio web internacional, detonando una polémica entre los científicos locales.

“Si hubieran informado que eran más de 300, la causa se habría abierto de nuevo a través de la Fiscalía en Aysén, y la Armada habría prestado los apoyos para una nueva expedición, pero ya estamos en diciembre”, dijo entonces a El Mercurio el experto en cetáceos y fundador del Centro Ballena Azul Rodrigo Hucke, para quien las investigadoras ocultaron la información con el propósito de ser las primeras en publicar el hallazgo en revistas científicas. En la misma línea, un grupo de 15 especialistas, entre ellos Anelio Aguayo, redactó una carta para manifestar su rechazo al modo de actuar de las investigadoras, destacando que no respetaron un acuerdo consensuado por todos los científicos que participaron en la expedición de mayo en el barco de la Armada -en la que participó Horwitz- y, sobre todo, que el desastre podía tratarse de un problema de salud pública que, por ejemplo, debió haber sido informado a los pescadores de la zona.

La denuncia le costó a Fanny Horwitz su distanciamiento del equipo de investigación, el término abrupto de su magíster y el regreso a Buenos Aires. Al teléfono desde la capital argentina, la bióloga asegura que en el mismo sobrevuelo se discutió la posibilidad de informar a las autoridades, pero que sus compañeras privilegiaron publicar papers antes que el resto. “Y, al final, eso yo no lo pude tolerar”, dice Horwitz, quien este año se dedicará a hacer clases de biología en un colegio.

La necropsia

Más allá de la polémica científica, la denuncia significó la apertura de una nueva investigación judicial a cargo de Pedro Poblete. En ese contexto fue que, a mediados de enero pasado, el fiscal sobrevoló la zona para determinar el punto donde deberían concentrarse las diligencias de la segunda expedición, dirigidas en terreno otra vez por el subcomisario Francisco Cuevas.

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Así, el viernes 12 de febrero pasado, el policía observaba a la distancia el cuerpo de la ballena, varado hace solo un par de días en la playa de Puerto Slight, según le contaron los marinos que -después de cuatro meses de trabajo en el faro Raper- subieron al Micalvi. La tripulación del buque dedicó toda la jornada a realizar el cambio de personal y a las faenas de abastecimiento del faro. No fue hasta la mañana siguiente que los científicos y policías se subieron a un zódiac para ver de cerca el cetáceo.

“La denuncia viene por infracción a la Ley de Pesca, por eso la primera misión es identificar marcas de lesiones, arpones o redes para determinar si hubo terceras personas involucradas en este evento”, me explicó el subcomisario Cuevas, a un par de metros del cadáver. Ante la posibilidad de que de un segundo a otro la suave llovizna se transformara en lluvia, los peritos de la PDI comenzaron de inmediato con los trabajos de fijación fotográfica y planimétrica, antes de que el equipo del Sernapesca empezara la disección.

Con serruchos de ferretería y cuchillos convencionales, lo primero que hizo una de las dos funcionarias fue un corte transversal a lo largo del abdomen del animal, el que medía 12,8 metros desde la nariz hasta la cola. El resto de los investigadores, la mayoría de los cuales había visto o sabía de videos en YouTube que muestran a ballenas que -literalmente- explotan producto de la generación de gases tras la muerte, observaba desde lejos el procedimiento mientras un olor nauseabundo impregnaba el aire húmedo.

Sin todo el instrumental ni las personas necesarias para una autopsia de esas dimensiones, y cuando la mitad de las vísceras del animal ya estaban sobre la playa, en un momento Mauricio Ulloa, del Sernapesca -quizá producto del hedor que permaneció en sus narices por varios días-, estalló: “¡Aquí vinimos a trabajar!, así que los científicos que vinieron tienen que ayudar con la necropsia”, dijo dirigiéndose a los tres científicos. Más tarde, los profesionales -representantes de la Universidad de Chile, del Centro Huinay y del Consejo de Monumentos Nacionales- dijeron que ellos no contaban con experiencia ni las competencias necesarias para realizar esa clase de procedimiento, y que cada uno viajó, respectivamente, con tareas específicas: tomar trozos de piel para analizar el ADN y comprobar la especie, recoger muestras de flora para medir el impacto de los restos en la vegetación aledaña y levantar datos sobre medidas y la disposición de los cuerpos.

No obstante, dos de los investigadores decidieron ayudar con la necropsia y -luego de calzarse trajes plásticos, mascarillas y botas de hule- al rato estaban con las piernas hundidas hasta las rodillas entre los intestinos del animal. Después de casi tres horas de trabajo, en que se extrajeron muestras de barbas, contenido rectal, hígado y otros órganos, empezó a llover fuerte y el equipo decidió que la tarea había terminado.

Otra vez en el zódiac, de regreso hacia el buque, al alejarse vieron que las aves que habían sobrevolado en círculo desde temprano, ahora descendían para comenzar su festín carroñero.

Con un sol inusual para la zona incluso en verano, a la mañana siguiente el Micalvi zarpó hacia la entrada del seno Newman: el lugar identificado como el epicentro del desastre en los sobrevuelos realizados por el equipo de Huinay en junio y por el fiscal Poblete en enero pasado.

Tras casi dos horas de viaje, pasado el mediodía dos zódiacs, en que se dividieron los peritos de la PDI, Sernapesca y los científicos, se internaron por la entrada de mar de casi 20 kilómetros: un territorio salvaje -ubicado 200 kilómetros al norponiente del lugar habitado más cercano, Caleta Tortel-, donde muy pocos se atreven a llegar debido a su baja profundidad, que hace riesgosa la navegación para embarcaciones de mediano y gran calado. Los trabajos de medición y toma de muestras duraron hasta las seis de la tarde, cuando un viento frío y cada vez más intenso sopló desde el golfo de Penas, anunciando que la ventana de buen tiempo estaba por terminar.

En total se estudiaron -registrando su posición mediante GPS- 15 cuerpos: la mayoría de los cuales, estimó el grupo, correspondía a muertes producidas el año pasado. El resto -partes de esqueletos desmembrados por la marea- podía datar, según Mauricio Ulloa, de ballenas, aparentemente todas de la especie sei, muertas hace dos, tres y hasta cuatro años.

El último día de trabajo en terreno, el lunes 15 de febrero, amaneció cubierto de nubes negras que auguraban una tormenta. Por eso, los zódiacs partieron a las nueve de la mañana con la instrucción de volver lo antes posible y, de inmediato, iniciar el retorno de la expedición hacia Puerto Chacabuco.

Preparados para seguir con los registros de osamentas, los investigadores se llevaron una sorpresa cuando vieron una ballena muerta que flotaba cerca de la playa. Sin los medios ni el tiempo para arrastrar el animal hasta a la orilla, para realizar una nueva necropsia, solo tomaron una muestra de piel antes de seguir explorando el seno Newman hasta casi las tres de la tarde. En total, durante los dos días de trabajo en el sector, el equipo tomó muestras de tejidos de 36 ejemplares.

Trampa ecológica

Además de informes para la PDI y la fiscalía, los resultados científicos de la expedición serán parte fundamental de un taller que el próximo 13 y 14 de abril reunirá a expertos internacionales para discutir sobre el tema en Viña del Mar (Región de Valparaíso). A la cita, organizada por el Sernapesca, se espera que acudan algunos de los científicos más importantes en la materia, como Robert L. Brownell, quien lleva más de cincuenta años registrando varamientos de cetáceos y hoy es reconocido como la máxima autoridad en la materia. Miembro de la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica de Estados Unidos -NOAA, por su sigla en inglés-, Brownell espera que la reunión en Chile se convierta en el paso inicial para que los científicos de varios países enfrenten en conjunto la serie de mortandades masivas de grandes cetáceos que se han registrado alrededor de todo el mundo durante los últimos cinco años.

Frances Gulland, miembro de un comité asesor del Presidente Barack Obama e investigadora principal del Centro de Mamíferos Marinos en Sausalito, también espera acudir a la cita. Según ella, lo que sucede en el golfo de Penas es una catástrofe de orden mundial, pues la muerte de más de 300 ejemplares registradas en un año representa la disminución de alrededor del 3% de la especie solo en un evento. “Se debe determinar la causa de las muertes y al mismo tiempo hacer estudios medioambientales para investigar la incidencia de biotoxinas y enfermedades infecciosas. Pero, además, se debe determinar si el evento ya terminó o sigue en curso”, dice la bióloga marina desde California.

El temor de Gulland es el mismo que -desde que viajó a la zona en mayo pasado- tiene David Cassis, el experto chileno en marea roja. En su laboratorio del Centro de Investigación para el Cambio Climático de la Santo Tomás, Cassis dice que lo más probable es que las ballenas sei mueren debido a su alimentación, compuesta por pequeños organismos contaminados por biotoxinas. En ese sentido, el actual fenómeno de El Niño -que aumenta la temperatura de las aguas, y que es mucho más intenso que el registrado en 1997 y 1998- propiciaría un brote anómalo de algas que generan sustancias capaces de matar a las sei al paralizar sus impulsos nerviosos, sus músculos respiratorios o desatando problemas gastrointestinales.

“Lo peor es que puede tratarse de un fenómeno cíclico, frente al cual no hay mucho que hacer, porque no se pueden poner barreras para evitar que esta especie vaya a alimentarse a una zona que por su lejanía consideran segura”, dice Cassis. “El golfo de Penas, lamentablemente, podría tratarse de una gran trampa ecológica para estas ballenas”.

A pocas horas de recalar otra vez en Puerto Chacabuco, luego de otra noche larga y turbulenta atravesando el golfo de Penas, Mauricio Ulloa dice que, aunque por supuesto se pudo haber planificado mejor, está satisfecho por el trabajo realizado por el equipo. Sin embargo, después de encontrarse con los dos ejemplares muertos recientemente, asegura que no puede evitar estar preocupado ante la posibilidad de que una nueva mortandad masiva se repita en los próximos meses. “Si determinamos que esto es por marea roja, que es un fenómeno natural, será muy difícil hacer algo. Ahora no se me ocurre cómo… Ojalá que no sea como el año pasado”, dice mirando su tazón de café.

Fuente/diario.elmercurio/
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